Los hay por todos lados.
A veces, formamos parte de su club, mal que nos pese. Se presentan en variados modelos, pero siempre dejan una marca allí en donde estén y gozan de un extraño prestigio, sobre todo, en nuestro país, que los produce en grandes cantidades.
A veces, formamos parte de su club, mal que nos pese. Se presentan en variados modelos, pero siempre dejan una marca allí en donde estén y gozan de un extraño prestigio, sobre todo, en nuestro país, que los produce en grandes cantidades.
Nos referimos a los criticones, seres que militan en la tarea de ver
siempre lo que falta, lo que no se hizo según algún parámetro preestablecido y
lo que debiera haberse hecho "en vez de...", dejando de lado siempre,
pero siempre, la posibilidad de un halago, una palabra de reconocimiento o una
ponderación amable a lo que el otro hace, dice, usa, entiende, gusta, propone,
vive, etcétera.
Si lo viéramos como una patología, el hipercriticismo podría ser un
motivo profundo de preocupación para el Ministerio de Salud de nuestro país. Es
que gran parte de la población vive casi con naturalidad el ver siempre lo malo
y no lo bueno de las personas y las cosas, y algunos, como decíamos antes,
llegan a un fanatismo tal en esa tarea que se convierten en algo así como
sacerdotes de la crítica, generando temor en los que potencialmente podrían
caer fulminados por su mirada condenatoria.
El criticón suele ser tribunero. Con esto se dice que no suele jugar
dentro del campo, sino que, desde un lugar alejado, baja o sube el pulgar
respecto del hacer de otros. Son como auditores de la existencia ajena que se
especializan en marcar valoraciones negativas a partir de reglas en general
poco claras, lo que los hace impredecibles.
Es esa imposibilidad de definir las reglas por las cuales se rigen la
que torna arbitrario su juicio?nunca se termina de entender del todo la lógica
del criticón serial, y de allí que tenga tanto poder sobre los que, sin
saberlo, ponen la cabeza en la boca del lobo creyendo en su oráculo.
El poder del criticón es grande, pero lo es gracias al poder que se le
otorga. Es que en sociedades como las nuestras, el miedo al exilio social es
grande, y el que marca la frontera de lo que es estar o no estar, es el
criticón, quien hace las veces de vocero de un poder invisible, que es el que
define lo que vale y no vale en este mundo.
¿Cómo llegamos a esto? Quizá la clave esté en la frase: "Te lo digo
por tu bien", que suele acompañar las críticas más crueles.
En tal sentido, se extendió alguna vez la idea de que, si describíamos
puntillosamente las cosas a partir de los faltantes, los defectos, los errores,
etcétera, por arte de magia las cosas mejorarían. Sin embargo, no mejoran, sino
que, por el contrario, empeoran, ya que la hipercrítica hecha religión arrasa
con la confianza y apunta así al corazón mismo de las ganas de vivir, de
generar, de crear y ofrecer talentos al mundo.
El "criticón interior" es el peor de todos. Nunca le alcanza
lo que existe y lo que se hace, y pide más y mejor todo el tiempo desde dentro
mismo de nuestra mente, forjando alianza con personas que sintonizan con esa
manera de ver y vivir el mundo.
Dicen los estudios de la conducta humana que, en los vínculos, los
elogios y las "buenas ondas" deben superar por cinco a uno a las
críticas y los señalamientos negativos para que esos vínculos prosperen.
Es decir que por cada "pálida" deben haber cinco elogios,
señalamientos valorativos, palabras de amor, gestos de buena onda o similares.
¿Que estamos lejos de eso? Bueno... no importa (no vamos a criticarnos
por ser criticones), el asunto es darse cuenta de que la mirada hipercrítica ya
no es algo que se valore demasiado, y que bien vale apreciar la perfecta
imperfección de lo que existe y palpita con vitalidad, por sobre la fría y
corrosiva perfección de la maqueta de la vida a la que los criticones rinden
pleitesía.
Pequeños grandes temas / PorMiguel Espeche | Para LA NACION
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